jueves, 29 de marzo de 2012

II (Segunda Parte)

De los diarios del 15 de mayo al 15 de junio de 1099


Una especie de brisa otoñal acariciaba el letargo de mi mente. Era más que un estado de semiinconsciencia, pues mis sentidos, fingiendo ser un grupo de sonámbulos, parecían avanzar explorando el sinuoso ambiente que no conseguía determinar. Era obvio que la comodidad no era una característica de mi estado, pero a su vez había algo encantador en ese instante en el que me encontraba en los brazos de Morfeo.

Desperté. Lentamente mis ojos se fueron adecuando a la escaza iluminación de aquel lugar. Mi olfato percibió inmediatamente la humedad del ambiente que me rodeaba, e instintivamente quise frotarme los ojos con las manos, lo cual me permitió darme cuenta de que estaba inmovilizado. Levantando ligeramente la cabeza me percaté de que me hallaba atado de pies y manos a una especie de superficie plana (madera quizá). Por el dolor muscular que sentí, supe que llevaba en esa incómoda posición por varias horas. Percibí también un repentino destello de frio, señal de que tenía el torso desnudo; se me había privado de la capa, el chaleco y la cota de malla. Dejé de forcejear al volver a sentir esa extraña punzada en el cuello y lo recordé todo. El carruaje, mi intervención, el escape, ese dardo en mi mano y... ¡los mapas! Lo había perdido todo. Tenía suerte de estar vivo. Lo mejor por el momento era intentar aclarar mi mente, suspiré. En ese instante escuché un murmullo a mis espaldas. Dada mi posición, era imposible divisar lo que ocurría detrás, pues la plancha sobre la cual estaba atado estaba ligeramente elevada, formando un ángulo de 120 grados con respecto al suelo. Me pareció oír dos pares de botas, que se acercaban aceleradamente hacia mí. Distinguí inmediatamente aquella siniestra figura. El jeque Abdul Al-Hassid se encontraba acompañado de un hombre de semejantes características físicas, aunque parecía más alto y un tanto más avejentado. Ambos se situaron justamente frente a mi posando sus ojos sobre todo mi cuerpo, esculcando mi posición o quizá mi naturaleza diversa a cualquier otra criatura con la cual hayan tenido contacto hasta entonces.


Tras breves segundos de silencio, el hombre desconocido se inclinó ligeramente para susurrarle un par de palabras incomprensibles al jeque, quien asintió ligeramente en un movimiento que percibí como forzado. Abdul al-Hassid posiciono su mirada en la mía, y como una enorme embarcación militar que se abre paso entre el torrentoso océano, se acercó a mi rostro mientras se llevaba sus propias manos a la espalda.


-Escucha muchacho- me dijo con el mismo acento funesto que había retumbado en mi memoria hace un par de minutos. -Debes estar consciente de que si hubiésemos querido matarte, ya no estarías aquí en este momento, así que relájate. Cuando interceptaste mi carruaje, pensé que se trataba de uno de los tantos atentados que tú y tu gente acostumbran llevar a cabo con el fin de desestabilizar nuestra campaña militar. No obstante me impresionó tu habilidad con la espada y la facilidad con la cual eliminaste a mi guardia personal, bastante entrenada por cierto.
A pesar del marcado deje oriental y de convertir en plurales las palabras al final de cada oración, el jeque se expresaba en un franco casi perfecto. Utilizaba una terminología exquisita en sus frases, muestra indudable del rico vocabulario que poseía. Para entonces el selyúcida se había distanciado considerablemente de mí y ahora caminaba lentamente por la celda, formando pequeñas elipses en el piso en las cuales iba y venía mientras hablaba, sin apartar sus manos entrelazadas en la espalda baja. Por su parte el otro sujeto, permanecía a mi lado, impasible y continuaba observándome con aspecto de seriedad, como si quisiese documentar el hallazgo de un ser mítico y desconocido.


-Por obvias razones- continuó Abdul -No podía dejarte escapar. Una vez inmovilizado, con un compuesto natural que por cierto no es mortífero, opté por traerte hasta aquí. Desde el momento en que te vi, supe que eras un hombre valiente, el hecho de pretender recuperar los mapas sin ayuda de nadie, me permite reconocer tu osadía. Pero mi sorpresa fue mayor, cuando mis hombres me recibieron y se percataron de aquel prisionero que me había atacado en el camino, se parecía mucho al famoso cruzado de él que todos habían escuchado hablar. Varios sobrevivientes de vuestra "piadosa" campaña, nos han relatado las hazañas de un soldado que sin ningún origen noble aparente, ha comandado con enorme eficacia grandes batallones, siendo este, el gestor principal de las victorias cristianas en los últimos años. Sus descripciones concuerdan con tu apariencia y mi sospechas se confirmaron al encontrar esto, colgando de tu muñeca.- En un movimiento teatral que respondía métricamente a la cadencia casi matemática de su voz, el jeque Abdul levantó su mano derecha y me mostró con irrefutable bribonería mi rosario, el cual oscilaba como un péndulo en el vacío, gravitando inconforme en aquel ambiente que yo definiría como maldito y en cual el crucifijo de plata que mi padre había elaborado en su taller hace ya tantos años, parecía iluminar indiscriminadamente a las almas impías de aquellos salvajes.


-El glorioso Tomas Bencoraggio- interrumpió el otro hombre, quien me asombró de sobremanera al hablar con una claridad semejante a la del jeque -El Caballero de la Santa Cruz, como lo han denominado sus enemigos- Prosiguió mirándome a ojos. -Lo único que me sorprende de ti, es que siendo reconocido como un gran estratega militar; decidiste aventurarte como un novato, pretendiendo atacar por tu cuenta a un hombre de la talla de Abdul, sin traer contigo ni un solo refuerzo-


-Pues precisamente en eso- interrumpí sarcástico -Ambos se equivocan-
Las paredes de la celda retumbaron en ese instante como si los impulsos de la naturaleza arremetieran con toda su fuerza en contra de una región geográfica determinada. Un enorme estruendo provocado por la presencia de los míos, permitió que la pared delantera de la celda en la que yo me encontraba, se resquebrajara violentamente y tras un instante terminara por desmoronar casi en su totalidad al muro. La luz del exterior ingresó de inmediato a la habitación, mientras escuchaba los múltiples pasos (de varios soldados turcos supongo) que corrían desesperados por las instalaciones, sin saber cómo reaccionar ante el inminente ataque de los cristianos. Los dos hombres que se encontraban conmigo en la celda, huyeron despavoridos de la misma, profiriendo gritos que yo interpreté como una fusión entre órdenes y señales de auxilio.
Aunque continúe brevemente en mi intento por librarme de mis ataduras, desafortunadamente no tuve éxito y ciertamente comencé a temer por mi integridad, pues me hubiese resultado imposible esquivar un proyectil igual al primero, dada mi inmovilidad parcial. Afortunadamente, mis cálculos habían resultado precisos. A pesar de planificarlo todo, simplemente con los diagramas basados en los relatos de antiguos prisioneros, el plan tenía una coordinación de carácter divino y prueba de ello, era precisamente lo que estaba sucediendo, los refuerzos acababan de llegar. Ahora con la tapia delantera destrozada, desde mi posición podía divisar todo el paisaje natural que se desenvolvía ante mis ojos. Por la inclinación de los rayos solares, concluí en que hace pocos minutos había pasado el medio día (teoría que concordaba perfectamente con la puntualidad en la llegada de mi ejército). Noté también que la altura de la celda, coincidía con la de mis planos. Definitivamente no me encontraba a nivel del suelo, sino quizá en un torre de 20 o 30 metros de altura. Acto seguido, observé como un pesado arpeo que venía trayendo consigo un grueso cordón, ingresaba por el enorme agujero en la pared y quedaba inmediatamente anclado en un grupo de escombros que se había formado tras el derrumbo. Entre los bullicios que continuaba escuchando con dificultad, distinguí un ritmo asonante que provenía de afuera y que en un segundo pude identificar al relacionarlo con la cuerda del arpeo, que ahora permanecía templada. En efecto mis sospechas eran fundamentadas. Rápidamente y como si fuese un bufón de corte especializado en acrobacias, un corpulento cruzado trepó el último trecho del muro e ingresó en la celda. La cicatriz en su barbilla era inconfundible y por supuesto, mi reacción al verlo fue la misma que la de él al verme a mí.


-Debo felicitar al sacerdote- dijo mientras se levantaba. La sonrisa que dibujaba en su rostro combinaba perfectamente con su tono de voz.
-Llega tarde capitán- respondí, intentando emular sus gestos. -Los esperaba exactamente al mediodía-
-Es cuestión de un par de minutos más, o un par de menos. Pero debo decirte que el plan parece haber dado en el blanco, incluso los diagramas del castillo resultaron ser bastante funcionales- continuó diciendo mientras desenvainaba una fina daga.
-Pues debo confesar que dudé por un momento, especialmente por el compuesto que me suministraste antes de salir. Pensé que quizá no resultara efectivo; pero al contario, cuando sentí el dardo enemigo en mi cuello, inmediatamente se desencadenaron todos los síntomas que me habías descrito. De verdad, gracias Francisco.


-No tienes de que. Era obvio que si un turco te quisiese sedar, utilizaría una mezcla a base de lavandula vera. Y deberías confiar en mí, como todos confiamos en ti-
La manera con la cual Francisco del Isère se expresaba, era realmente cautivadora. Su carisma lo había convertido en el líder de batallón más querido y respetado de toda nuestra legión. Quizá su apariencia era la razón fundamental por la cual el corpulento provenzal resultaba ser tan "tratable". Más alto que el promedio de los soldados, sus frecuentes carcajadas resonaban en todo el medio oriente, matizadas por las fuertes palmadas que solía dar en la espalda a quien provocase su risa. Además de juerguista y bonachón, el Capitán del Isére era un experto alquimista. Hábil en la manipulación de especies de fauna, defendía constantemente a las ciencias y rehusaba a admitir aquel origen diabólico que se les atribuía.


Gracias a sus conocimientos nos fue posible concretar el plan. Cuando surgió la inminente necesidad de recuperar los mapas robados hace más de una año y de conseguir declaraciones de algún importante soldado turco, con el fin de anticiparnos a los movimientos enemigo, me ofrecí sin dudarlo, para ser el señuelo que conduciría al ejército cristiano a la infame guarida de los musulmanes.


-Si es que vas a interceptar al jeque y tomar los mapas, debes estar preparado para la más inesperada de las situaciones y en mi criterio, lo más probable, es que te impidan escapar, quizá envenenándote- me dijo aquel día, mirándome a los ojos.
- ¿Y qué crees que sea lo más conveniente en ese caso? si quisieran matarme lo harían sin titubear, y si intentaran sedarme, de todos modos me llevarían con ellos, permitiendo que ustedes nos sigan. El plan resultaría-
-Pues yo creo que debemos asegurarnos de que ya estés despierto al momento de nuestra llegada. Mira, bebe esta infusión de plantas. Debes hacerlo durante tres días seguidos. Al momento que tu organismo se acostumbre a él, tu sangre estará en capacidad de recibir cualquier dosis del narcótico enemigo, cuyos efectos no te provocarán mas que un ligero sueño, de no más de dos horas, de tal manera que, si todo sale como lo planeamos, estarás perfectamente consciente al momento de nuestra intervención-


Y ahora era obvio que todo marchaba según lo previsto. Luego cortar las sogas que me mantenían prisionero, Francisco me entregó la daga que tenía en la mano y desenvaino su espada, indicándome al mismo tiempo que debía seguirlo sigilosamente.
Al abandonar aquella lúgubre habitación, un enorme corredor de piedra se extendía ante nosotros y en el fondo se escuchaban varias voces que, a pesar de emitir varios vocablos incomprensibles, manifestaban con su tono una profunda desesperación. Otro ruido ensordecedor se escucho en el ala derecha del castillo, quizá otro proyectil arrojado por el trabuquete, aquel enorme lanza piedras que nos había facilitado tantas victorias, aunque era muy práctico, yo estaba seguro que podría aumentar su eficacia si es que se le implementara el sistema de contrapeso que yo había diseñado. Tras aquel segundo estampido, un par de soldados turcos salieron de la habitación que estaba al fondo del pasillo y al percatarse de nuestra presencia, desenvainaron sus espadas.


Francisco se enfrentó directamente al que venía primero, que ni si quiera llegaba a tener la mitad de la estatura del capitán. El segundo se aproximó rápidamente a mí, pero antes de que pueda levantar su sable, recibió la daga que yo tenía en la mano, directamente en el cuello. Dios se apiade de su alma. Al instante el hombre que se atrevió a desafiar a Francisco, caía frente a sus pies. Caminé un par de metros hacia adelante y me incliné junto al hombre que había derribado hace unos segundos. Tomé su espada (que a decir verdad pesaba mucho más de lo que yo había pensado) y me fijé en la daga que tenia sujeta a su cintura. Era de similares dimensiones a la que Francisco me había entregado, sin embrago esta, se veía mucho más estilizada y al tomarla, distinguí el delicado filo de la cuchilla, recordé brevemente ese mal hábito que me trajo tantos problemas y con el perdón de Dios, sentí la necesidad de volver a hacerlo. Tomé su navaja y la colgué en mi cinturón. Escuché brevemente los pasos de Francisco, quien se acercó a mí y sin siquiera mirarme, arrojó a mi lado una camisa de aspecto poco encantador.
-Cúbrete, no es buena idea que estés con el torso desnudo en medio de la guerra- me dijo sonriendo ligeramente.


Sin pronunciar palabra asentí, la recogí y me la puse. Francisco continuó avanzando lentamente por el largo corredor, los bullicios del inminente ataque cruzado no cesaban en el fondo. Entre los pensamientos que seguían asediando a mi cabeza, estaba muy presente la preocupación que mantenía latente: mi rosario. La última vez que lo vi, se encontraba en posesión del jeque y por supuesto mi temor más grande, es que se perdiera en medio del tropel. Al final del corredor un pórtico adornado con minuciosos detalles tallados en piedra, nos invitaba a descender por un largo trecho de escaleras que se perdían en el fondo. Siempre con la espada en la mano, Francisco comenzó a bajar por ellas, hasta que en un momento determinado se detuvo bruscamente y su perfil apenas iluminado desencajó una sonrisa de alivio.
-Ha terminado, los tenemos a todos- dijo alegremente Gustav, segundo hombre al mando en el pelotón de Francisco, quien apareció repentinamente al fondo del graderío. –Hemos capturado al jeque, recuperado los mapas y todo gracias a vuestro plan.
-En su mayoría ejecutado por el sacerdote- acotó Francisco con tono burlón y mirándome de reojo. Por su parte Gustav, extendió su brazo pasándolo por delante del rostro de Francisco y me entregó el rosario que tenía en la mano
-Creo que esto te pertenece Tomás-

Los latidos de mi corazón se aceleraron considerablemente, estiré mi mano y tomé el rosario. Hora si podía respirar tranquilo y en aquel momento escuché una cuarta voz, detrás de Gustav.

-¿Están todos bien?- inquirió un pequeño cruzado, que si no me equivoco pertenecía al tercer batallón de Francisco
-Sí, parece que hemos tenido rotundo éxito en todo- le dije.
-Pues desafortunadamente, no es así. Creo que esto aun no termina- respondió con voz temblorosa.

viernes, 23 de marzo de 2012

II (Primera Parte)

De los diarios del 15 de mayo al 15 de Junio de 1099

Pater noster qui est in caelis... La imagen difuminada de las ramas del enorme cedro que abriga el camino y se empeña en dibujar su propia sombra, ha contribuido notablemente en minimizar los calcinantes rayos solares que se riegan sobre el suelo. Sanctificetur nomen Tuum… Llevo aquí alrededor de dos horas. El dispositivo en el cual me encuentro oculto, es bastante cómodo (mas de lo que me esperaba) y considerando que estoy a unos 15 centímetros (recostado) bajo suelo, mi cuerpo se ha adaptado con bastante facilidad a esta complicada situación. Adveniat Regnum Tuum… Pero debo reconocer también, que mis plegarias cumplen un papel indispensable en mi desenvolvimiento anímico. Me brindan seguridad, me alivian. Desde hace no más de 15 minutos, siento el vibrar lejano que emiten los cascos de los caballos que movilizan al carruaje que se acerca a mi posición. Dos cuatro seis ocho- dos cuatro seis ocho- dos cuatro seis ocho… Parecen dos corceles de gran porte, veloces y si no me equivoco uno de ellos tiene mal colocada una de sus herraduras. Fiat voluntas tua, sicut in caelo et in terra... Tenía reservado este plan para la ocasión precisa. Hace apenas cinco años yo continuaba sirviendo (fervorosamente y Dios es mi testigo) en la Abadía de Montecasino. Muy a pesar de mis orígenes, tradiciones familiares y mi educación, lo mío siempre fueron las ciencias (alquímicas y físicas para ser exacto) y esas inclinaciones preferenciales en materia de conocimiento no son fáciles de manejar para un abad. “Dios ante todas las cosas” y aunque parezca absurdo, hasta entonces había concluido al igual que muchos otros hombres de dogma, en que la ciencia y la religión no se llevan. Sin embrago siempre preferí intentar cohesionarlas, haciendo que la ciencia trabaje para el Señor.

Panem nostrum cotidiánum da nobis hódie… Pasé alrededor de seis meses en el taller superior de la Abadía, trabajando en mi “artefacto de impulso espontáneo”. Su aplicación era inminentemente militar por supuesto. Se trataba de un cofre de tamaño humano, el cual mediante un mecanismo de resortes que se activa cuando el “huésped” del mismo así lo desea, se desprende de la tierra intempestivamente, levantándose hasta formar un ángulo de noventa grados con el piso y dejando al “huésped” afinadamente en pie. Lógicamente la cobertura superior del cofre se despegará al momento del impulso, permitiendo que el soldado que esté en su interior pueda caminar libremente hacia adelante, pillando a su adversario. Posteriormente decidí incrementar la presión en los resortes, para que el cofre pueda estar oculto incluso bajo tierra y así, quien posea mi invento pueda sorprender a su enemigo, levantando a toda su tropa inesperadamente de la tierra, como un ejército de resucitados, listos para atacar. Et dimitte nobis débita nostra… Cuando me uní al ejército cruzado, comandado por Bohemundo de Tarento, me vi forzado a abandonar todo mi trabajo científico. Mas nunca olvidaría todos mis diseños y era gracias a mi memoria, que pude reconstruir este artefacto, no para un ejército; sino solo para mí, para mi misión, para neutralizar al enemigo que ahora sin saberlo, se dirige por el mismo camino en el que me hallo “enterrado” y por el cual inexorablemente ese traidor, tendrá que enfrentárseme y posteriormente, si Dios así lo quiere, rendir cuentas al Creador. Ahora el carruaje se encuentra cerca de mí. Calculo que debe estar a unos 60 o 70 metros (eso me dice que en 50 segundos estará frente a mí, por el paso en que avanzan) y sigo contando: dos cuatro seis ocho- dos cuatro seis ocho…

Sicut et nos dimittímus debitóribus nostris… Debo recuperar, no importa cómo, el mapa que nos ayudará a avanzar seguros en nuestra campaña purificadora. Esta misma mañana me lo advirtió Raimundo de Tolosa “sin mapa no habrá conquista; sin conquista no habrá Gloria de Dios” quizá esa “amenaza” funcione solo para un hombre de fe como yo; pero sin importar las motivaciones humanas de nuestra movilización, estoy convencido de que todo lo que hago está contemplado en la voluntad de mi Señor. Oigo los pasos mas cerca, es el momento. Empuño con más fuerza la daga que sostengo con mi mano izquierda, mientras que deslizo lentamente mi mano derecha (en la que está colgado mi denario) para alcanzar la manivela que activa el mecanismo. En un segundo interminable de transcurso infinito, sostengo la respiración y escucho incluso el resuello de los animales que están casi encima de mí.


Et ne nos indúcas in tentationem… He girado la manivela. En un violento viaje de connotaciones casi indescriptibles, sentí como la sangre de mi cabeza se estabilizaba de nuevo y mis pies volvían a estar paralelos al piso. La pieza de madera que tenía enfrente de mí, salió disparada hacia delante, revelando desnudos a los rayos solares, las pupilas de mis ojos se adecuaron inmediatamente a la iluminación natural del paisaje y pude apreciar a dos enormes bestias negras, que al percatarse del emergimiento de una figura humana del suelo, relinchaban y corcoveaban sin cesar, como un demonio al ser expulsado por un sacerdote. Inmediatamente di un paso hacia adelante. “estaba libre” me fijé en el cochero, quien impresionado por mi abrupta presencia, intentaba calmar a los caballos tirando de las riendas. Este se presentaba con una enorme túnica bordada de tonalidades olivares y poseía un turbante blanco en la cabeza “uno mas de los infieles”. Sin dudarlo ni un segundo, le arrojé la daga sostenía en mi mano. Directo al cuello. El cochero cayó hacia adelante sin siquiera chistar, como si nunca hubiese estado vivo, al tiempo que ambos corceles bajaban sus patas delanteras y echaban a correr hacia mí. Ante el avance inminente del carruaje, di un segundo paso con mi pie izquierdo y apoyado en el mismo salté con todas mi fuerzas como si aquellos resortes estuviesen colocados también en mis rodillas. Afortunadamente alcancé a impulsarme por segunda vez en la lanza de olmo que unía a ambos animales por la cintura y luego dando un segundo paso en el balancín grande (manteniendo el equilibrio por el movimiento) volví a saltar hacia la caja del juego delantero de la carroza en donde finalmente pude situarme en su interior. Los equinos corrían desbocados sin que nadie los controlase, de repente un segundo individuo surgió de las cortinas que cubrían la caja trasera. Con la misma apariencia perniciosa que el cochero, el sujeto que tenía yo enfrente, desenvainó su espada, y yo la mía. Tras un par de choques (en los que yo perdía y recuperan el equilibrio dado el brusco andar del carruaje) conseguí desarmarlo y en un acto misericordioso, preferí arrojarlo al camino que matarlo.

Sed libera nos malo… Me percaté que a pocos centímetros de mi bota derecha estaba la clavija que unía a la caja trasera con la delantera y por supuesto a los caballos. “Embarcándome” por entero en la caja posterior, utilicé mi espada para retirar la clavija y toda la estructura ulterior se detuvo broncamente, desnivelándose hacia adelante en una inmensa nube de polvo; en tanto la parte delantera se alejaba arrastrada por los caballos que nunca se detuvieron. Con la espada que se erguía en mi mano izquierda aparté las delicadas cortinas (de seda supongo) e ingresé a la casilla. Acaricié con los dedos índice y pulgar de mi mano derecha, la última cuenta de mi denario, mientras asentaba la punta de mi espada en el cuello del hombre que se hallaba sentado enfrente. Amen

La mirada impía de ese hombre (si es que el género humano no le quedaba demasiado grande a aquel ser) evocaba además de desconcierto, cierto grado de ira reprimida ante la amenazante presencia de mi espada, que por el momento ponía en riesgo su existencia.
-¡Vaya! A eso llamo yo astucia. Dijo con acento extraño casi incomprensible. Dejando entrever una sonrisa lisonjera, ataviada por la podredumbre de su dentadura; quizá isomorfa a la apariencia de su alma.


-El jeque Abdul al-Hassid debo suponer.
-Supones bien. Además de sagaz y muy bien adiestrado pareces estar instruido.
-Mi nombre es Tomás. Me presento ante vuestra persona en nombre del Ilustrísimo Raimundo IV de Saint Gilles, Conde de Tolosa, el cual solicita encarecidamente se le entregue el mapa y los documentos que sus hombres sustrajeron de uno de nuestros campamentos.

En una escena que requeriría varias de estas páginas para poder describirla simplemente en su esencia, el jeque selyúcida adoptó una actitud de tal relajación moral, que consiguió horrorizarme. Volvió a sonreír. Era obvio que no tenía miedo. Parecía que estuviese en presencia de uno de sus súbditos o participando en uno de los tantos jolgorios pecaminosos de los cuales que he llegado a saber gracias a las fantasmagóricas experiencias relatadas por algunos de los soldados de Bohemundo, los cuales fueron prisioneros de los turcos y gracias a la intervención divina pudieron escapar. Acomodándose en el asiento (que debo reconocer, parecía decorado por los mas exquisitos gustos en finos materiales de tonalidades rosáceas y doradas) y sin mirarme a los ojos manifestó.

-No puedo desmerecer tu astucia al interceptarme, afrontar guardias y llegar hasta mi. Es obvio que eres muy valiente. Pero quisiera saber ¿qué es lo que te hace asegurar, que yo poseo esos pliegos?
-Vengo siguiéndolo por más de doce días. He avanzado con sigilo, mi trabajo es recuperarlos a toda costa. Insisto en que no se resista.

Yo estaba perfectamente consciente de que era prácticamente imposible negociar con uno de nuestros enemigos. Su hastía naturaleza no hace mas que complicar cualquier intento de dialogo. Recuerdo con aprecio, las palabras de Bohemundo de Tarento, quien a pesar de ser conocido entre los nuestros por su insaciable ambición, siempre supo contribuir notablemente a la causa del Señor, con las definiciones mas acertadas acerca de la personalidad, composición y actitud de los mahometanos (y los llamo así apropósito, pues he sido testigo de cuanto odian ese apelativo). Había transcurrido casi un año, desde la última vez que estuve en presencia de Bohemundo. Tras el sitio y la posterior victoria cruzada en Antioquia, el príncipe se había adjudicado el control de la ciudad (quizá negociándola con Alejo I). A partir de entonces pasé voluntariamente a servir en el ejército especial de avanzadilla de Raimundo de Tolosa, como espía conciliador y espadachín (si es que el caso lo amerita). Pero en efecto las descripciones del hombre a quien yo servía anteriormente sin duda eran muy acertadas, las he considerado parte indispensable de la crónica histórica que algún día tengo contemplado componer, acerca de todas estas peripecias cruzadas en función de la gloria de Dios, he pensado en titularla “De gesta francorum” quizá.

-Bien, escucha Tomas, tanto vos como yo, tenemos la misma misión. Ambos nos vemos inmersos en la inminente necesidad de velar por los intereses de los nuestros, pero aunque nos cueste admitirlo debemos reconocer que no queremos morir.
-No entiendo a que se refiere. Le sugiero que acorte su discurso y ceda ante mis demandas.
-En efecto, concluyo diciendo que ofrezco entregarte los que estas buscando; a cambio de mi integridad personal por supuesto.

No dudé ni un segundo. Los pergaminos que se me había encomendado recuperar eran de vital importancia. La campaña cruzada había avanzado con rotundo éxito en los últimos meses y a pesar de todo lo previsto, los musulmanes parecían haberse empeñado en no luchar y firmar la paz en lugar de ofrecernos resistencia bélica. Tras desmantelar las murallas de Ma'arrat los hombres que conformaban la división legal de Raimundo, elaboraron una serie de escritos en los cuales constaban las firmas de los gobernantes musulmanes de los poblados que íbamos atravesando. Dichas firmas eran la garantía escrita que presentábamos ante las autoridades de las ciudades subsiguientes como prueba de la buena fe de nuestro avance. Gracias a este procedimiento conseguimos evitar muchas batallas (y por supuesto muchas muertes); sin embrago hace algunas lunas, el campamento que custodiaba los documentos, fue sorprendido en la noche por un grupo de fatimíes que saquearon todo, llevándose consigo las vidas de seis de nuestros mejores soldados, los escritos y un mapa detallado que señalaba la ubicación exacta del que habíamos establecido como objetivo principal de nuestra gesta: el Santo Sepulcro.

-De acuerdo. Dije asintiendo pero sin alejar mi espada del cuello del jeque Abdul.
Este por su parte se levantó brevemente, retirando del interior del asiento en donde se encontraba, un empaque rectangular y delgado aparentemente de cuero, el cual me extendió con sutileza. Le ordené que lo abra y me permita observar su contenido. Sin mencionar palabra lo hizo, indicándome las firmas y el mapa que en efecto estaba intacto. Tomé el paquete y dando un par de pasos hacia atrás abandoné el carruaje. Rápidamente, me adentré en el bosque que bordeaba el camino. Permanecer tanto tiempo inmóvil y bajo tierra, había provocado que mis músculos se relajaran exageradamente y aun no recuperaba mi agilidad habitual, especialmente en el cuello, en donde sentía una constante punzada. Avancé algunos metros por el bosque hasta ubicar la posición de mi caballo, el cual aguardaba por mí en el mismo lugar en donde lo había dejado horas antes. Haciendo un esfuerzo, lo monté apresuradamente, guardando a su vez el “paquete” en una de las solapas de la montura.

La presión de la punzada en mi cuello estaba aumentando. Tomé las riendas y empecé a cabalgar, buscando la salida más cercana para tomar de nuevo el camino. Tras un par de segundos, sentí que el malestar de mi cuello se extendía hasta la nuca y llevándome la mano derecha a él, retiré una especie de saeta muy delgada que no debía medir de 15 centímetros de longitud. Un fuerte mareo me invadió inmediatamente, provocando que caiga del caballo. Recuerdo escuchar el sonido estrujante de las hojas secas, que se quiebran ante la presencia de quien las pisa. A continuación vi entre sombras la imagen de Abdul al-Hassid, quien me enseñaba de nuevo su repugnante dentadura. Pater noster qui est in caelis, Sanctificetur nomen Tuum…

viernes, 24 de febrero de 2012

I

De los diarios del 2 al 28 de Junio de 1098


Y brillaban las armaduras. El paupérrimo ejército al servicio del Sumo Pontífice Urbano II, empuñaba con valor sus espadas avanzando en cordón uniforme. Sin duda las bajas han sido numerosas, pero a estas alturas del combate, parecía que la victoria se inclinaba a nuestro lado y finalmente los herejes selyúcidas, están comprendiendo las consecuencias de su infame osadía. “Deus Vult”. Personalmente me siento mucho mas que motivado, cada cierto tiempo (y sinceramente de manera involuntaria) miro de reojo a mi mano izquierda. El desgastado guante de cuero presiona inquebrantable la Lanza. Fue el mismo Bartolomé, quien por órdenes directas de Bohemundo me la entregó. Es más que hermosa. Sin duda la voluntad de Dios está por encima de la de todos nosotros y quizá, si no la hubiésemos hallado dentro de la ciudad, la moral de los cruzados no se habría mantenido inconmovible hasta este momento.

Era obvio que Antioquía no lucía igual que el primer día que la vi. Corría el día 20 del décimo mes del año de Nuestro Señor 1097, me hallaba cabalgando a paso de galope justamente detrás de Raimundo de Tolosa y su escudero (así se me había ordenado). Era yo, quien portaba el segundo estandarte, pero mi verdadero batallón iba adelante, ya había cruzado el Orontes en la mañana; por lo menos eso se murmuraba entre las tropas de Tolosa. Veníamos de Dorilea, en donde luego del “Milagro” la causa cristiana fue abrazada por muchos hombres más en el camino. En determinado momento el caballo de Francisco (escudero del Conde y Marques de Provenza) se detuvo intempestivamente y yo detrás de él. Tras intercambiar un par de palabras con su superior, se volteó hacia mí con el rostro iluminado.

-Tomás. Indicó – ¿La ves? Está justamente enfrente.

Los muros de la ciudad se sujetaban sensualmente (que Dios me perdone) de las colinas del monte Silius. Simulaban el andar de una serpiente venenosa que se extiende voluptuosa por la superficie terrestre. Sin duda su apariencia mesiánica era obra de infieles. Presentaba una morfología extraña, innombrable, pecaminosa. Me dispuse a emitir mis comentarios en voz alta, quizá para demostrar a los soldados de un batallón ajeno al mío, que los cruzados a órdenes de Bohemundo de Tarento, éramos además de valientes, muy cultos. Vanidad. Mea Culpa; sin embargo preferí callar e imaginar a San Pablo predicando un sermón cristiano en la sinagoga de la ciudad que tenía yo enfrente.

-Es imponente. Dije –No olvidéis que fue precisamente dentro de sus muros, y gracias a las obras de San Pablo de Tarso, Dios lo tenga en su gloria, que los seguidores de Jesús fueron llamados por primera vez Cristianos.
-Tu apreciación es digna de la reputación que se otorga Tomás. Respondió Francisco casi sonriendo.
-Me remito a las Escrituras, Hechos de los Apóstoles 11,26.




De aquello habían transcurrido ya ocho meses, y ahora la disputa armada se libraba dentro de la ciudad. Destruida, pero purificada, Antioquia volvía a ver la luz esperanzadora que nuestras espadas le habían traído. El relinchar de mi caballo me despertó del trance. Yo ya había vuelto a las filas de mi batallón, ahora respondía (gustosamente) a Roberto II de Normandía, quien había sido elegido por el mismo Bohemundo para encabezar la jefatura de una de las seis Divisiones Cruzadas. Perfectamente organizados avanzábamos ya, buscando los residuos de cualquier infiel que a pesar de su derrota, osase mantenerse en pie. Escuché en ese momento (en el cual me encontraba apreciando de reojo a la Lanza en mi mano) el sonido inconfundible que emite el contacto de múltiples herraduras equinas con el empedrado de de la plazoleta donde estábamos situados. En un principio se me ocurrió que podría ser otra de nuestras Divisiones que se acercaba por el este, pero mis dudas fueron disipadas cuando Francisco, montado también, se abrió paso entre los presentes gritando:

-Tomás, nos atacan. ¡No sé de donde salieron!
-Imposible. Repliqué de igual manera a gritos, mientras veía como mi amigo se alejaba en su caballo en la dirección de la cual venia el murmullo ecuestre-
Detrás de él y pasando a mi lado, Roberto de Normandía incitaba a su corcel a avanzar mientras desenvainaba su espada con cierta desesperación.
-¿Escucharon? Dijo. –Adelante, aun no ha terminado.
-Señor. Me dirigí a él –No creo que debáis entrar en…
-¡Obedece Bencoraggio! Moviliza a tu tropa.

Sin siquiera tener tiempo de replicar, opté por llevarme la mano derecha al pecho y sintiendo el relieve de la cruz que llevaba colgada en el pecho debajo de la cota de malla y el manto, ordené el despliegue de los soldados a mi cargo.

Avanzando en conjunto, nos aproximamos al fondo de una fila de construcciones semidestruidas en donde alcancé a divisar un sinnúmero de perfiles turcos, los cuales rodeaban y amenazaban conjuntamente con un guarismo considerable de lanzas, a un cristiano que yacía de rodillas en el piso dándome la espalda. Mas adelante una reducida tropa de Cruzados había abandonado sus caballos y los soldados se hallaban de pie frente al grupo de infieles. Entre ellos distinguí a Francisco, quien me invito a abandonar mi montura y acercarme. Lentamente lo hice, sin antes colocarme el capuz de malla de la cota.

-Nos han tendido una trampa. Me dijo Francisco murmurando. –Tienen a Roberto y exigen que se entregue la Lanza.
-Eso jamás, primero muerto.
-Tomas, No es una decisión que tú puedas efectuar, debes respetar la jerarquía.

Suspiré, llevándome otra vez la mano al pecho. “Señor haz tu voluntad”. Lo más sensato posiblemente hubiese sido alertar a los nuestros y esperar refuerzos. Sin embrago la situación ameritaba una respuesta inmediata, aunque esta, parcialmente, acarreara una derrota moral considerable. “Entregar la Lanza”. Sin vacilar me aproximé rápidamente al que, en apariencia, parecía ser el líder. Al ingresar a la breve guarnición territorial que aquel grupo beligerante de selyucidas había formado, pude percibir el apocalíptico hedor que esas gentes producían. De apariencia repulsiva, la mayoría de ellos mostraba llagas y cicatrices voraces en sus rostros. Sus barbas de tonalidades grisáceas se ensortijaban diabólicamente por sus recurvas facciones, caracterizadas, en mi opinión, por esos epicúreos labios que hacen pérfido juego con sus parpados sombreados quizá por su naturaleza endemoniada. El mas alto de ello, quien yo deduje era el líder, pronuncio una serie de palabras que a mí me parecieron una evocación demoniaca. Inmediatamente Francisco murmuró a mis espaldas y en voz alta su traducción al “cristiano”

-Dice que te detengas o lo matarán. Que te arrodilles y entregues la Lanza.
-Dile que lo hago por respeto a mi superior, y no por temor a su gente

No sabría decir si mi amigo estaba en capacidad de traducir al pie de la letra lo que le dije. O si simplemente un tipo de naturaleza tan conciliadora como Francisco hubiera cedido a transmitir un mensaje poco ortodoxo a sus enemigos. Sin embrago me pareció divisar una actitud de consentimiento en el ser despectivo que tenía en frente. Di un paso hacia adelante y lo miré a los ojos. Sus globos oculares parecían envenenados por un enraizamiento rojo que se desplegaba desde la periferia hasta el centro. Su respiración mantenía cierta cadencia negativa. “Cobarde”.
Ante aquella presencia solo se avinieron mis pensamientos de reflexión, mi juramento. Desviando la mirada por un efímero instante pensé que diría el Santo Padre si me viese cediendo ante los pecadores y estrujando mis labios lo volví a mirar. Suspire y me dirigí a él en voz baja.

-Cristo a mi lado, ¿Quién contra mí?

En un movimiento casi imperceptible desenvainé mi espada con la mano derecha dejándola volar frente a mí, en el aire, el arma se estabilizó horizontalmente con la empuñadora hacia mi lado y la punta hacia el suyo. La volví a tomar con la mano derecha (puesto que en izquierda se erguía la Lanza) y se la hundí en el pecho. Casi al instante, utilicé la Lanza para interponerme entre los turcos y mi Señor Roberto, quien al mirar atónito mis movimientos gritó “¡ataquen!“.
Ahora armado en ambas manos me abrí paso entre los musulmanes que no cesaban de intentar atacarme con esos sables curvos que mas parecen herramienta de carpintería que una espada. En un instante las tropas cruzadas avanzaron eliminando a cuanto hereje encontraban a su paso. Raudamente levanté a mi señor del suelo; se hallaba aun conmocionado y con las manos atadas a las espalda. Con modesta eficiencia pase mis espada por sus ataduras y quedó libre. Él también empuñó un de los tantos sables que rondaban ya por el suelo, pertenecientes a los caídos (en su totalidad turcos) y empezó a repartir justicia. Propinando un par de golpes, me libré de un pequeño hombrecillo que hasta ahora, no entiendo cómo pudo haber ido a parar a las filas del enemigo, dada su inconmensurable incapacidad bélica, y me acerqué al hombre que segundos antes había recibido a mi espada en su cuerpo. Me arrodillé junto a él y tome su mano “que el Señor se apiade de tu alma y la mía, y quizá, nos reciba en su gloria. Amen” Cosa de todos los días. Sentí en ese instante la amenaza latente de una infame agresión en contra de mi integridad. A mis espaldas. Reaccioné efectivamente deteniendo el ataque con la Lanza, golpe el pecho de mi agresor con la mango de mi espada y lo derribé acentuando la planta de mi bota en su rodilla. Un flecha proveniente de mis espaldas le acertó justo en el corazón.

En un par de minutos el enemigo había sido vencido. Ante los gritos de victoria, vi la figura de mi Señor Roberto de Normandía que se acercaba a paso apresurado. Y el silencio hizo presa de todos.

-Tomás, te debo la vida.
-Señor, no digáis cosas que nada tiene que ver con nuestra labor aquí.
-Tu modestia es digna de tus orígenes, pero te aseguro que tu valentía será recompensada.

La mañana del lunes 28 de junio mi tropa salía por la puerta de la ciudad escoltando a Raimundo de Aguilers, quien llevaba en su mano la Lanza Sagrada, con la cual el soldado romano Longino, atravesó el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo cuando este estaba aun en la cruz. A su lado cabalgaban Roberto II de Normandía y Francisco.

En la noche se me avisó que Bohemundo de Tarento solicitaba mi presencia en el campamento principal. Rápidamente me dispuse a acudir al llamado. Se trataba de una reunión en la cual pude reconocer a Hugo I de Vermandois y Roberto II de Flandes, Godofredo, Roberto II de Normandía, Ademar de Monteil, y Tancredo y Gastón IV de Bearne y un gran número de soldados que calculé superior a 200. Bohemundo precedía el encuentro informal. Con un enorme vaso de vino, se acercó hacia mí, cuando uno de sus allegados le informó de mi presencia. Solicitó que todos los presentes guardasen silencio.

-El Duque de Normandía me ha dicho que hoy habéis demostrado mucho valor. Tengo entendido que es la segunda vez, que vuestro empeño y valentía, han contribuido notablemente con nuestra causa y quisiera felicitaros.
- Os agradezco Señor, todo sea por la gloria de Cristo.
-Encuentro noble a tu corazón así como a tu mirada sincera y decidida. Por favor dinos tu nombre para poder enaltecer tus hazañas y considerarte en nuestras plegarias.
- Me llamo Tomás Bencoraggio, Señor.
-Pues salud por la gloria de Nuestro Señor y la valentía de Tomas Bencoraggio. Exclamó Bohemundo, al tiempo que todos los presentes esbozaban sonrisas y levantaban sus vasos.

“Salud” “¡Que viva Bencoraggio!”.
En ese instante pude saborear la gloria, aunque haya sido banal y pasajera. Recordé a mi confesor, hombre anciano, sereno y muy sabio, quien me advirtió mientras pudo, del peligro de la vanidad. Era mejor mantener mi humildad “Por la gloria del Señor” pensé. Bohemundo bebió un trago y me invitó a pasar, sin antes mencionar que haría lo posible para que el Papa se enterase de mi “hazaña”.


-Por lo que me cuentan dominas muy bien la espada Tomas.
-Mi padre era herrero, desde temprana edad estuve en contacto con ellas.
-Sin embrago es admirable tu habilidad, no es común algo así en un sacerdote- me dijo sonriendo mientras nos alejábamos de las carpas.
-Ex Sacerdote. Aclaré.